Puede que sea muchas cosas.

O quizás ninguna de ellas.

En cualquier caso soy de los que piensa que uno nunca llega a conocerse del todo.
A fin de cuentas, todos vivimos en constante evolución.

Y en esas estaba cuando yo, en 2020, igual que todas las personas del planeta, me vi obligado a parar. De golpe. Sin pensarlo. Sin creérmelo. Y sin opción.

Y cuando pasan esas cosas, cuando a alguien que vive a trescientos kilómetros por hora, cuando a alguien cuya cabeza está en todo menos en los que después resultará ser lo importante, cuando a alguien que parece subido en un tren del que no se puede apear, le haces frenar en seco… Pasa lo que pasa.

Nací en 1991 (único año capicúa hasta que la generación Z se hizo con el 02) en Basauri (Vizcaya) en el seno de una familia que me educó con lo que más tarde la sociedad definiría como «educar en valores».

Quizás por eso, y de ahí lo de «decidido», —he supuesto después— siempre tuve clara no ya la cultura del esfuerzo, sino la de tener objetivos, enfocarme en metas y poner los medios para conseguirla.

Vale, seamos sinceros, esto no lo pensé hasta bien entrado en mi adolescencia, pero supongo que siempre fue algo que estuvo ahí.

En cualquier caso, para cuando llegué a la adolescencia, ya nos habíamos mudado a Fuengirola (Málaga), siguiendo el sueño de quien siempre he considerado la mujer más auténtica que he conocido en mi vida: mi madre.

En 2008 me matriculé en Publicidad y Relaciones Públicas en la Universidad de Málaga y cuatro años más tarde obtuve mi Licenciatura.

Aquí es donde tiene sentido lo de «decidido» puesto que siempre fue algo que quise estudiar y a lo que mis padres siempre me animaron mientras a otros compañeros les decían eso de que era una carrera de futuro dudoso… (Me ahorro los comentarios).

En cualquier caso, después de haber trabajado aquí y allá, en 2015 inicié mi propia agencia de publicidad que a día de hoy sigue dándome tantas alegrías como, seamos sinceros, algún que otro quebradero de cabeza.

Cosas del emprendimiento, supongo. 

 

A partir de ahí, junto a mi situación personal, mi vida se convirtió en un rifirrafe por buscar el equilibrio entre el crecimiento empresarial, el desarrollo personal y el crecimiento propio hasta que la vorágine —de la que nunca fui consciente (al menos no a tiempo)— se apoderó de mí.

Cuando en 2020 el mundo me obligo, nos obligó, a parar, y en medio de una incertidumbre como a la que nunca me había visto enfrentado jamás, me tocó ponerme delante del espejo y valorar quién era.

Por supuesto, había mucho del Aitor que conocía, pero también mil y una caras más a las que no había tenido el privilegio de conocer.

Mucho se habla de la procrastinación, pero créeme cuando te digo que nunca la había visto tan de cerca. De la noche a la mañana, la vida se había convertido en eso que ocurría entre el informativo del medio día y el de la noche. Entre la incidencia acumulada y el debate de las mascarillas. Todo ello regado por el «Resistiré» en bucle que llegué a dejar de soportar.

Y cuando las series de ninguna de las plataformas, ni los cientos de tutoriales de cocina, ni las miles de alternativas digitales al contacto humano eran ya suficientes para satisfacer un aburrimiento que se convertía a pasos agigantados en desidia, un día, sin más, porque sí, o porque quizás siempre había querido hacerlo y nunca había encontrado el momento —o nunca había hecho por encontrarlo— desempolvé un viejo iPad, abrí una página en blanco y empecé a escribir.

 

¿Pensé que de ahí saldría algo?
No te sé decir.

Pero la primera página se convirtió en la número cien. Y después en la número 200.

Para cuando empezamos a vivir aquello a lo que absurdamente llamaron «la nueva normalidad», «Catarsis» acababa de nacer.

La «nueva normalidad» trajo consigo una faceta nueva a mi vida, pero también la vuelta a la realidad tradicional, a la de siempre. A la de sus llamadas y correos incesantes, a la dirección de cuentas y a ese extra de creatividad que todos pretendían encontrar dentro de los presupuestos más ajustados a los que me pude enfrentar jamás.

Así que «Catarsis» volvió a un cajón en el que reposó acumulando polvo un par de años más mientras la otra catarsis, la mía, acababa de empezar.

 

Fueron años convulsos. Mucho.

Y acabaron por situarme en nuevo punto de partida.
Fueron años de remontar y de caer. De desaprender y reconstruir.

Y la magia, porque si de algo estoy convencido es de la magia de la que se forma la vida, me hizo conocer a la persona que me empujó a sacar aquella novela a partes hilada, a partes inconexa, que hoy tengo el placer de presentarte.

Por fin «Catarsis» estaba lista para ver la luz y salía de su caja aunque eso me llevara a la conclusión de que la caja que de verdad se abría era la de Pandora. Porque una vez que despiertas una pasión, es imposible callarla.

Y mientras «Catarsis» pasaba por las manos que me han ayudado a convertirla en lo que es ahora, «Alegoría» empezaba a hacerse realidad entre mis dedos.

Así que, si me preguntas eso de «quién soy», quizás deba decirte que puede que no sea más que un iluso soñador que ha perdido el miedo y que se ha dado cuenta que, quizás, eso ya lo sea todo.